jueves, 15 de septiembre de 2016

Ad populum.

Tras conectar últimamente con la “media” y sublimar, emborrachar, empachar de información mi mente hasta sentirme del todo anestesiado, me gustaría referir una reflexión en torno a la utilización del término “populismo” o “populista” por demócratas fehacientes estatales dentro de sus campañas electorales, como un término cargado de vicios y paralelismos reprochables a intentar evitar a toda costa, al parecer.
Como bien refiere el académico del siglo pasado, C. M. Bowra en su obra liviana pero de agradable lectura “La Atenas de Pericles” (Alianza Editorial, 1974), las confrontaciones socio-políticas de las dos estructuras de ordenación y poder político que subsistían en la Grecia Antigua ejemplificadas entre las continuamente o convenientemente enemistadas Atenas y Esparta ; atenían a matices diferenciadores entre sí en la forma y praxis política, y también por otra parte a rasgos radicales diferentes en cuanto al discurso defensor, establecido de las mismas. Bowra parece acertar, a mi juicio, al describir las características propias de las dos ciudades-estado que responden al mayor índice vestigial como adalides de las diferentes alianzas sucedidas en la antigüedad de Grecia y al oponerlas a ambas en cuanto a aspectos significativos tales como las costumbres, perspectivas culturales, praxis bélica y finalmente, estructuración política. Para Bowra, Esparta se vale de su férrea tradición oligárquica, vertical e inalienable, para resignificar constantemente los valores que suscitaron el auge rector de Esparta a la cabeza de las diferentes ciudades estado griegas. Una estancia en la élite de las alianzas acaecidas a lo largo de la antigüedad griega, que tan solo se vio amenazada y desbancada, más tarde por Atenas, que acabó alimentando a los ojos de Bowra, durante un periodo aproximado de un siglo, un sistema casi, si no completamente, imperialista dentro del horizonte de las ciudades-estado griegas. Bowra señala diferentes factores, todos ellos interesantes, que parecen responder al éxito de Atenas frente a la presencia, sempiterna de Esparta a lo largo de tal periodo. Dichos factores podrían resumirse en una razón preeminente de importante calado.
Inicialmente, hemos de señalar como Bowra, la geopolítica implícita de la propia Ática que invitaba a desarrollar la técnica en relación a la navegación. Este factor solo fue posible gracias a la incursión de Temístocles en la política de Atenas y su liderazgo plenamente populista dentro de un marco incipiente de la democracia. Temístocles nos es presentado como “culpable” de contribuir a la construcción de la que posteriormente sería la herramienta de dominación de Atenas, su armada de trirremes. La inversión en técnica naval, no solo afectaría a un cambio en las estrategias militares y comerciales de Atenas, si no que, de manera ambiciosa, posibilitó el diseño de diferentes cambios políticos (que echaban por tierra la hegemonía reinante hasta aquel momento por los diferentes “tiranos” atenienses) con importantes reformas sucedidas previamente al dominio imperialista posterior. La creación de una nueva “clase” dentro de la sociedad de Atenas, la marinera; otorgó valor y aupó a un considerable número de habitantes. Habitantes cuya visibilidad política y poder decisorio dentro de la estructura social anterior a la aparición de Temístocles, era casi inexistente. Esta maniobra, pareció maniatar la influencia de los oligarcas atenienses, que comenzaron a sentir mayor cercanía ideológica con sus enemigos domésticos naturales, los espartanos. Por su parte, los espartanos, veían las reformas griegas como una palpable, pero por momentos lejana, amenaza a su propio “status quo”. La aparición del “ostrakismós”, o el ostracismo, quintaesencia en mi opinión, de la injusta democracia griega en términos de derecho moderno, consiguió apartar finalmente al propio Temístocles del poder, cuyos últimos derroteros biográficos son del todo controvertidos para el que esté interesado en su persona. Los oligarcas de Atenas, comenzaban a entender las normas del juego político democrático, y su influencia se hacía notar. La figura de Temístocles, sería heredada más tarde en el corte y trazo político por tanto Efialtes, como Pericles que la repersonificarían y redefinirían la ya experimentada “tradición democrática”. Esta es, una manifestación clara de la figura del populismo político utilizada como arma arrojadiza para terceros, como fuerza generativa de subsiguientes conquistas imperialistas. Una praxis política, que siendo más cultivada o más ignorante en relación a los dirigentes que la pusieron en práctica, se eleva frente a su némesis contemporánea en busca de la reforma; en busca de la inversión de lo establecido para llegar a conseguir someramente, concretos y meditados objetivos políticos. Para ello, el populista, se vale de la “plebe” del “vulgo”, plantea un revisionismo de sus derechos, de su presencia política, de sus intereses; con el objeto de que la “mayoría” (este aspecto ya ha sido señalado por los críticos de los sistemas políticos desde Platón hasta politólogos realistas y pragmatístas más conservadores de nuestros días) se convierta en herramienta para otros intereses, los diseñados, o enfrentados tras el cambio contextual por el político populista.



Los dos ejemplos de vertientes en la praxis política de Occidente, parecen claros desde incluso lo referido por Bowra. Estos patrones de considerar la política a posteriori pueden sustituirse en el devenir de los hechos, iterarse, anteceder unos a los otros, generar una dialéctica entre ciclos de: estabilidad, tradición, conservadurismo o hermetismo y ciclos de cambio, innovación y liberalismo o revolución. A pesar de ello, conviene mencionar, el móvil que pretendemos señalar en esta reflexión, la consideración de los intereses perseguidos y el carácter innato de estas concatenaciones de adjetivos en las dos praxis políticas analizadas. Por lo tanto, nos podríamos hallar frente a dos modelos eidéticos a considerar (inocentemente?) sugeridos por Bowra. En primer lugar, el de una sociedad simbolizada por la oligarquía espartana conservadora que se incomoda por mantener sus tradiciones, congelar el “status quo” que ha posibilitado su funcionamiento político, realimentar continuamente los supuestos puntos fuertes de sus sociedades (ocultando los débiles) y las estructuras diferenciadoras de cohesión social, manteniéndose impertérrita frente a los cambios externos. Una sociedad tradicional, de poder duro, que huye de los riesgos de la pragmática por su plasticidad semántica y se aboca a morir de éxito antes o después, pero fiel a sí misma. Una sociedad estática dentro de unos límites considerados. Una sociedad que recela del riesgo, y se aferra a lo establecido como garante de la seguridad, el continuismo, la ventaja adquirida como renta de la diferencia establecida dentro de su propio marco ontológico. O una sociedad en símbolo paralelo a la democracia ateniense, donde las tensiones entre los dobles juegos entre los más conservadores y los más liberales (sin desdeñar el abanico de gradaciones existentes entre ambos grupos ideológicos) oscilan en busca de la herramienta adaptativa para llevar a buen puerto sus intereses. Una sociedad, más plural en apariencia discursiva, donde la diferencia está siempre latente, no como garante de la seguridad, si no como detonante de una mayor justicia; de un cambio performativo adquirido y subyacente bajo las premisas mayores de la esencia de la propia sociedad que nos ocupa.


Es aquí donde resaltamos, en aras de subrayar un compromiso quizá anacrónico de fidelidad a, las premisas originarias del constructo político de la democracia y lo que semánticamente, su definición parecían aunar en un principio.
La democracia, en origen, era un sistema populista, con todo lo que el discurso y la praxis populista acarrean. Le pese a quien le pese. Y deberíamos de ser capaces de diferenciar observando la historiografía del populismo (Grecia clásica, últimos compases de la república romana, revolución burguesa, guerra de secesión americana, revolución bolchevique, auge fascista y nacional socialista etc.), como deseables sujetos políticos críticos, y analizar el discurso inicial del populismo y los valores del mismo, tras el establecimiento post reformador. Así como la praxis populista iniciática, y su aplicación somera y nuevos objetivos adquiridos tras cerrar el canon del ciclo reformador o “revolucionario”. Y evidentemente, ser capaces de diferenciar entre ambos ámbitos.
El populismo, está en estrecha relación con la esencia de la democracia. Y no existe nada deleznable en ello a priori. El populismo responde a un afán reformista, revolucionario, creador, innovador. Las condiciones y objetivos actualizados de tal discurso y praxis, en cambio, pueden, y tal vez deban, revestir y exigir de un juicio moral. Y en este punto, se debería de centrar a la postre, el debate sobre el mismo.

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