lunes, 8 de febrero de 2016
De odradeks y elefantes blancos.
Hubo un tiempo en el que únicamente quería estar solo. Para no hacer daño a nadie más. Solo a mi mismo. O tal vez hasta encontrar a alguien con el pelo suave. La piel suave. Y el alma dulce. Deseando que no hubiera un "pero" tras esas embriagadoras palabras. Y versar con minuciosidad sobre lo que ya conocía. Describir como dos cubitos de hielo se evaporaban frente a mis narices. Y no sentir esa asidera dramática, el simbolismo forzado tras los hechos de la mencionada escena. Poder decirme que he conocido a todos esos hombres, parados, apostados en las puertas de los cafés o desocupados en el interior de las cantinas. A solas siempre, en algún otro refugio sobradamente sobrio donde no poder obviar por más tiempo el embate de la solitaria realidad. Esperando frente a su propio abismo a que algo ocurra, cuando lo único que sucede es la nada. Todo se reduce a la mansedumbre esteril de pasatiempos paupérrimos. Alguna manifestación intermitente y trivial de la locura, otra seña volátil de un gusto vacuo; no siendo mas que la marca de otros pocos. Los menos duros. O más exigentes tal vez, que han acabado por sucumbir desesperados. Nadie se compadece y ya no parecen rendidos ante esta plomiza certeza. Necesitan engullir más aún. Conocer los límites de su propia pobreza interior y el fluctuante precio de la mendicidad de todo lo exterior que los rodea y absorbe lentamente por momentos. Paso a paso. Procesalmente. Como en todas las victorias y derrotas duraderas de la humanidad. Eso creo haber aprendido hoy. Y que escribo el término "tiempo" cada trescientas cuarenta y dos palabras.
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