sábado, 25 de octubre de 2014

Lodofango.

Aquella estuvo a punto de ser la tercera vez que rehuiría la invitación de disfrutar de su compañía al abandonar el parking de la oficina antes de cruzar el río y despedirnos de otra mutua marca de sórdida rutina compartida en el calendario, hasta el día siguiente. Nunca me había gustado demorarme en mi regreso a los intermitentes brazos de Sandra, que siempre me esperaba adormecida en la cama apenas repitiendo en su mente mantras propios de santo Tomás y adoptando el rol implacable de mi propia conciencia. Lara en cambio, parecía compadecerse de mi obligado apego por el transporte público de cada noche. Conducía un Alfa Romeo verde oliva, que de manera inexplicable, me memoraba el color cetrino de Anthony Quinn en sus últimos papeles conocidos. A pesar de aparentar doblarme la edad, Lara albergaba un encanto genuino. Era muy sexy a mis ojos, entremezclando un aire de incomprensión rebelde y la expresión propia de un perro magullado siempre colmado de viejas cicatrices. También tenía una especial inclinación por las medias oscuras que resaltaban la confección definida de sus esbeltas piernas. Al cruzar el río, me fue imposible no ver cómo la luz de las farolas se alternaba a través de la ventanilla proyectándose sobre sus muslos y la falda. Tras un cigarrillo de camino, llegamos a nuestro destino. El frío de la calle ejercía un perfecto contraste con la pegajosa calidez de aquel bar. Entramos y tomamos partido de la barra, tampoco muy cerca de la entrada. Tras un diminuto silencio y la indecisión de saber donde posar la mirada, hizo descansar su bolso sobre el respaldo de la banqueta y me invitó a que pidiese lo que quisiera, al fin y al cabo ambos sabíamos que era muy tarde para jugar a las adivinanzas. Se disculpó por un instante y tomó el camino del servicio. Allí se dirigían con decisión aquellas desconocidas piernas, esputando seguridad y deseando hacer enloquecer con su mal camuflada lascivia de una sola vez, a todos los imbéciles del mundo.
Cuando el camarero acababa de servirme mi primera ración de olvido, noté como en su regreso un par de hombres, sin aparente conexión entre ellos, se detenían a su paso e interpelaban a Lara. Ninguno de los dos obtuvo respuesta. Al alcanzar mi posición descubrí que ella tenía también un especial fetiche para erigir entretenidas metáforas:

-Sabes querido? Los mosquitos, esos insectos tan domésticos, acostumbran a robarte la sangre una, dos o incluso tres veces. Cuando sus, a priori, inofensivas picaduras empiezan a escocerte sobre la piel, tiendes a reclamarles algo de tu sangre robada de vuelta; cosa que, como ya sabrás, nunca sucede. Si marchas en su búsqueda en plena noche o incluso venida la mañana, te darás cuenta de lo capacitados que están para desaparecer como por arte de magia... entre el humo denso del ambiente, bajo los focos delatores o incluso a plena y calmada luz del día.
Cuando la noche cae, suelo ignorar su molesto zumbido a mi alrededor, pues he vivido durante largo tiempo en ciudades mucho más húmedas que esta. Su irritante diletar cercano a tus orejas puede tornarse demencial u obsesivo, puede generarte a la postre insomnio, despertar un estado de ansiedad del todo perturbador y tan molesto; que la única solución aparente, acaba con el deseo de querer arrebatarles la vida de un manotazo en cuanto se han posado a descansar de su asqueroso aleteo. Espero comprendas mejor ahora mi indiferencia y rudeza hacia algunos hombres. Lo cierto, es que me han robado excesiva sangre ya de este maltrecho corazón mío sin obtener nada a cambio.-

Me atraganté al oir tal declaración. Tuve que rastrear en mi memoria en busca del lejano recuerdo de un día de Navidad en el que nuestro perro Drujo, vomitó los canelones en mal estado que había confeccionado la madre de mi novia Sandra sobre la alfombra, y acto después se abalanzaba con voracidad de nuevo sobre su propia regurgitación.

Solo así fui capaz de impedir que la polla se me pusiera dura como todo el mármol de la galería de los Uffizi al escuchar a Lara decir aquello.

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