lunes, 14 de enero de 2013

El hartazgo viene predicho. Toda semilla crece si se la riega con dedicación.

Retirarme? Debían de haberse excedido en su dosis diaria de idiotez. Sí. Estaban acuciados por una sobredosis de gilipollez, y no dejaría que nadie en todo el bar llegara a compadecerse de ellos. Imbéciles.
Los efectos de ese tipo de resaca debían de ser devastadores, lo oí en la radio, no miento, era un programa novedoso del que no pude retener en mi memoria el nombre. Pero de todas maneras era una suerte creerme al margen, casi salvado, de tal epidemia. La "Imbecilidad". Solo repetir el nombre resulta más difícil a cada vez que lo intento, se retuerce por dominar con sus ambages a uno. La "Imbecilidad". Algo no muy diferente a contraer la viruela, derretir a base de esfuerzo la enfermedad jornada a jornada sobre la cama de un viejo hospital de campaña y algún tiempo más tarde, una vez creyéndote de nuevo en perfecta circulación, tener que salir a la calle con toda la cara completamente picada. Crateada por la vergüenza o la mala suerte. Una seña de identidad perpetúa, un indicio del que resultaría harto dificultoso eximirse. Y todo por haberte expuesto con ignorancia a algo de lo que deberías haberte abstenido, puesto que tu fortaleza, la fortaleza que te hace seguir momentáneamente al margen de tu propio destino, no fue la suficiente. Y nunca lo será, seamos sinceros. Aquellas eran las secuelas insobornables, nada agradables de contemplar, de un virus casi mortal. Las de la idiotez en cambio, emanaban por la boca de aquellos desalmados borrachos y podían llegar a ser tan molestas como cualquier otra. El problema salta por los aires con la jovialidad de una granada indecisa por explotar que cae fortuitamente entre tus manos, PUM! cuando decide refugiarse en la palabra de los imbéciles. PUM! Te jodieron. ¿Te gustó la escena? ¿Sí? Prueba a tener la granada en el interior delos calzones la próxima vez. 
Pero eso no me pasará a mi. No. Retirarme? No tenían ni idea! El retiro es un acto que tan solo contemplo arraigado a la voluntad propia del individuo. Uno se decanta por el retiro, por el retiro honroso, por la senda de admitir el momento y ser consecuente con el mismo. Como un jodido samurai que ha entendido el Hagakure. Cuando el retiro te sobreviene, te persuade con artes condenables, es motivo de deshonra. El tamaño de tu polla mengua, el olor de tu sudor acaba por ahuyentar a la suerte, asombrosamente todo los licores sacian tu sed y te es imposible volver a mear de pies con la misma fuerza. Te sientes vampirizado cuando pasa, eres desterrado, despojado, chantajeado; y lo peor de todo es el saber que serás incapaz de partirle la cara a nadie, culpable o no, para intentar arreglarlo en vano.
Ni siquiera conseguirías desahogarte. Esa es tu sanción. Sobrevivir a tu propia debacle y engullirla con un estoicismo del que nunca antes habías echado mano.  El caso es que yo estuve menos de un año retirado de aquello que de veras sabía ejercer con refinada estética y concienciada dedicación. Es muy difícil abrirte en canal el pecho cada veinte minutos y esperar que tus entrañas, esas vísceras que no te soportan y cuyo cometido en el cómputo de tu organismo nunca llegaste a conocer, lleguen a creerse todas tus sucias mentiras. Otros hablan de voces, de la mente, de Dios, de su otro "Yo", del muñeco de Michelin que se tira a su mujer mientras ellos trabajan... Tan solo se refieren a sus entrañas en un sentido metafórico, simbólico e inconsciente; por racionalizar este acto humano y cotidiano de neurosis. A esos órganos viscosos y perpetuamente envueltos en oscura sangre que quedan olvidados en el interior del armario. No se pueden poner a la venta en un mercadillo de gangas ni te los aceptarán en un casa de empeños. Tampoco pueden amortizarse de ninguna manera ni intercambiarse por unos cuantos gramos de pasajero bienestar. Son tan feos y deleznables de presenciar como una hirsuta ex-novia búlgara. Todos nos avergonzamos de nuestras ex-novias búlgaras como nos desembarazamos de nuestras propias vísceras, luchamos por esconderlas bajo la alfombra, borrarlas con saliva de nuestro expediente como bien hizo Jimm Eldrich con su pretérita ocupación policial. Tratamos de convertir en indiferente su existencia cuando paradójicamente nos son vitales para haber llegado a ser lo que somos. Odiamos nuestro interior porque sabemos que nunca tolerará nuestras inverosímiles mentiras, esas que creamos de la nada para intentar salvarnos de nosotros mismos.
Puedes sonarte los mocos, deshacerte de ellos, dejar que se sequen en un pañuelo de papel hasta que caminen a la par de la insignificancia. Habrás desembarazado de tu ser la esencia de la enfermedad. Pero... no te envilezcas hasta lo inimaginable poco después y te veas capaz de extrañar con caprichosa nostalgia, tanto mucosidades como enfermedad. La consecuencia, la coherencia con uno mismo, la correspondencia lógica de los hechos está considerada una de los más importantes constituyentes de lo que tomamos por racionalidad. Esto tan solo supone una metáfora o ejemplo masticado muy poco inocente.

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