martes, 29 de mayo de 2012

Mierda, Antología I. Aunque lo sienta en un francés impoluto: Merde..


Ciertos días de resaca me compadezco de mi asombrosa vulgaridad, y los escrúpulos me reportan tal número de mensajes hirientes, que me desgañito de manera estúpida por enterrar bien hondo bajo algo de tierra, esos huesudos hábitos tópicos y nihilistas. Esta estúpida fijación me suele empujar a reeditar el hecho de sentirme como el único e irremplazable campanero giboso sobre la faz de la tierra... Solo algunos llegamos demasiado tarde hasta los brazos de Victor Hugo, pues el romanticismo francés no alentaba por completo nuestras ansias idealistas de absoluto. Y todo ella para llegar a sentirte decididamente imbécil al citar con pésimo acento: " Oh! que no suis-je de pierre comme toi!." Vomitivo e imbécil pero contento, me diría.  Pseudo-feliz por el conato ficticio de cambio supuestamente llevado a cabo. Nada de lo ejercido a través del tiempo y el espeso esfuerzo de haberse mantenido vivo durante los últimos años, parece cobrar sentido al fin. Acaso el único sentido parecía flotar contiguo a las baratas ansias de escupir sangre sobre las leyes establecidas por puro compromiso subversivo tras la ginebra inadecuada. Tu propio álbum de batallas libradas recientemente puede hallarse atestado de despedidas íntimas acompañadas de prosseco dulce y un bucle continuado a manos de Joe Dassin y sus "Les Champs Elysées" pero no conseguirás hacer saltar mi asombro por los aires al compartir todo ello conmigo. Digo que es la edad que sobrellevo o tal vez las escorias literarias en las que me visto sumergido en tal lapso de experiencias. Son vulgares de nuevo, solo hacen hincapié a ensaladas de zanahoria mal aliñadas con ácidas miradas de rechazo, mamadas fugaces y sin sentimientos de por medio en el baño de un cuarto piso-ático. Aunque lo realmente importante solo quede patente en la gente aparentemente desesperada a la que acabo de conocer en la cocina equivocada y te confiesa sus últimos secretos familiares a los cuales nunca prestarás la atención suficiente. Y solo necesito volverme hacia Céline después de dormir la "mona"para decirme que las propinas raquíticas no me atormentan la conciencia con el paso de los días... Y aún así podría dirigirme a mi diario una buena tarde y determinar que es la enésima ocasión en la que me siento agotado. Molido por una apisonadora de normalidad que te embrutece, germina el ensanchamiento paulatino de tu mórbida sotabarba, te hace sentir que las astillas han de permanecer por algo más de tiempo bajo la epidermis. Todo ese cómputo te empuja a pensar lo jodido que puede llegar a ser el mero hecho de convertirse en lo que uno ha odiado con embelesada dedicación y energía durante tanto tiempo. Te deslizas a pensar que por fin te halles carente del fresco cariz de un adorable y risueño drogadicto, ese que tanto añoras ya ver reflejado bajo la lluvia en los escaparates de los grandes almacenes. El momento ha llegado, la risa se disipa de entre tus dientes, los vasos permanecieron al fin vacíos y no queda tiempo para el último llanto de lamento. Todo parece resumirse a la perfección en una melodía de Chopin, donde la melancolía y una tristeza ascendente conviven con el sentimiento progresivo del inapetente devenir diario. Todos sabemos que paso es el que ha precedido a este e imaginamos y tememos con escéptico derrotismo todo lo magistralmente catastrofísta que puede envolver al siguiente. Pero aún así, no parece intrigarnos dicha certeza y seguimos caminando, permanecemos vivos, tomamos nuestros medicamentos, continuamos escuchando la melodía hasta la presencia fatal de la última nota. Rutina y chimeneas extintas. Ventanas abiertas de par en par que ya no evocan nada. Apatía errática tal vez, o alguna que otra canción mal tarareada entre el humo de algún cigarrillo mal liado. ¿Que es el verano sin bicicletas, sin trigo tostado rodeando las autopistas ni el olor a brea calentada por la impiedad de los rayos del sol? Un sinsabor inesperado de la experiencia en la que has de vivir instaurado, sin la disyuntiva solipsísta de girarte y darle la espalda a dicho mundo. Por desgracia, tu mundo. Ya no quedan apenas a nuestra disposición bailes candentes a oscuras el día de año nuevo con la chica de tus sueños. Ambos sorprendidos y a merced de la desesperación desarrollada por una inagotable escasez mutua de fe, la sed de cerveza y las anfetaminas. Todo se arrastra en esas ocasiones en torno a una timidez camuflada, envuelta  de irresistible ansia de placer que desoye la escasa razón anidada bajo el desafiar instintivo de otro lobo Hesseano adiestrado a golpes por el destino. Destino, difícilmente uno puede escapar de sus garras sin las magulladuras que persistentes tras el bofe, afloran cada invierno a modo de carraspeante recordatorio. Pero siempre persiste en uno la esperanza que una vez habiendo atravesado la puerta, un nuevo día se asome entre las sucias y desgastadas fachadas de los edificios irregulares. La ocasión idónea para arrancar sin miedo del interior, lo sacrílego que tanto amas y tanto te calcina a la misma vez.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Teelichtern.




Por lo general me suelo sentar en una silla junto a la puerta de mi apartamento. Desde allí tengo una vista envidiable de la moqueta marrón que recubre el suelo. Bebo vino tinto tibio, sudo la mayoría de mis camisetas interiores, veo como los faldones de grasa visceral se desploman por mis costados, repaso u ordeno ciertos recuerdos y espero a que el cartero deslize por el buzón alguna que otra carta. En definitiva, pierdo el tiempo sin miedo a nada en el mundo, ya que el ventilador que me regalaron por Navidad aún funciona a las mil maravillas. Solo algunas veces me levanto tambaleante empapado,  en sudor y leo a Thomas Bernhard mientras cago en el baño y la lavadora no para de dar vueltas. Dar vueltas, hacer un ruido muy destacado, casi estridente y mezclar por completo los colores de toda mi ropa. Leer a Bernhard me recuerda que cualquier locura por la que me puedo ver fugazmente invadido resulta siempre escasa, tan escasa como para ser capaz de hacerme perder la cabeza de una vez por todas. Disparar armas de fuego sobre desconocidos, beber sangre por las mañanas o masturbarme desde el balcón. Todo se debe a los estragos de la ginebra y el temor a las teorías cuánticas que se divulgan por televisión. Son solo cualidades propias de alguien que se esfuerza diariamente con toda su absoluta voluntad por mantenerse sobrio. En otra época me hubieran tratado como a un ingenioso iluminado, un auténtico profeta, en vez de azuzarme con innumerables órdenes de alejamiento, horas de trabajo no  remuneradas para la comunidad y mensajes hiracundos o amenazantes de mujeres a las que nunca tuve el valor de volver a llamar en el contestador después de copular con ellas. Las divorciadas son mi especialidad creo, ningunas como ellas; capaces de hacer caer todo su orgullo y despecho sobre ti  por medio de detectives privados, matones a sueldo o pintadas sobre el capó de tu coche. Nadie las ha tratado bien en su vida, y yo nunca he sido una excepción a pesar de no haber hecho nunca el servicio militar. El problema esté quizá en las expectativas que uno se fija por momentos. Uno ha de llegar a ser tal, poseer tal, codearse con tales y estar capacitado para no perder el decoro hasta enloquecer ni siquiera por un instante en un mundo de locos. Me entristece pensar de "tal" manera. La empresa menos complicada y más importante es mantenerse vivo, y creo que eso ya supone excesiva carga emocional para un pobre hombre como yo. No puedo mas que arrastrarme hasta el espejo del baño y estar obligado a ver el vomito que cubre mi reflejo. Solo veo a un tipo que ha dormido vestido, que se enrola en ruedas de reconocimiento a  cambio de un mísero bocadillo de fiambre y que no se afeita por miedo a tener la tentación de cortarse el cuello dominado por cierto arrebato de altruísmo. Si en vez de ser un homínido pseudo racional hubiera sido un perro que ha enloquecido, me hubieran sacrificado hace décadas sin el menor rechistar. Creo ver como toda esa mierda viaja a través de mis venas y parece que el fin de cada uno es completamente inevitable. Es una pena que nunca nos advirtieran de tal cosa al venir al mundo, en aquella maldita sala del hospital público, junto a las cachetadas necesarias para poder llegar a inhalar las primeras bocanadas de un oxigeno que nunca elegimos respirar. De madrugada nada parece mejorar: los semáforos perduran cada noche sumidos en un neutral e intermitente color ambar. La única violencia que realmente añoro y extraño es la que viaja de incognito junto a la parsimoniosa brisa de las noches de verano.  Pero a la postre, todo resulta insípido. Común e insoportable. Agrio e hiriente para un hombre que tranquilamente se contentaría con descansar eternamente personificado en una estatua de bronce semi noble del parque. Una estatua sobre la que los estorninos pudieran cagar cada verano sin miedo a ser envidados por la cicatería de las golondrinas, las prostitutas baratas y lloronas, los policias corruptos. Una estatua, como bien digo, que tuviera la  idéntica ruina para oxidarse que la que tuvo dicho hombre para vivir sus dias, sus  amaneceres tóxicos y sus inconfesables ocasos.  Y al final de nada te sirve saber que existen duchas frías y frías duchas. Si alguna vez necesitaste tomar alguna de las dos, sabrás perfectamente en donde reside la diferencia entre ambas. Que más da. Daniel estaba en lo cierto. Da igual que te susurren mierda en alemán al oído o no. Lo primordial es que te acaricien las pelotas mientras te la chupan.

martes, 22 de mayo de 2012

Historias del Porn.





Nunca olvidare las muletillas, los gags y toda la parafernalia infernal y sádica de aquellos castings porno. Tan solo se trataba de un habitáculo mal acondicionado sin decorar apenas en que pasábamos horas y horas cada semana en busca de una fortuna que no sabíamos si algún día llegaría. Casi podríamos decir de aquella habitación que podía denominarse como un "habitación piloto" sin demasiados muebles baratos de los grandes almacenes suecos. Es verdaderamente vergonzoso lo que la miseria del capitalismo mas feroz puede llegar a degradar a las personas. Porno, narcotráfico, prostitucion, venta de armas... Todo lo moralmente suprimible en nuestra sociedad supone un negocio inimaginable que solo responde a cierta efectividad debido a la demanda. Sin demanda no habría negocio alguno, así que les invito a que miren en el interior de sus calzoncillos antes de juzgar el medio en el que nos ganábamos, mas mal que bien, la vida por aquel entonces. Y ciertamente, me divertía haciéndolo, no puedo negarlo. Recuerdo una vez cuando una starlet de largas piernas, pelirroja, muy jovencita de unos 19 años, entró con su voz angelical en la sala donde produjimos la segunda serie de castings en formato P.O.V. para una de las más incipientes por aquel entonces distribuidoras de la industria. Que me parta un rayo si ella no estaba completamente acongojada, pero al igual que el resto de chicas, se moría por estrechar un buen fajo de billetes verdes aún sin desembarazarse del miedo a poder ser vista jodiendo con un desconocido de cara pixelada en el grasiento videoclub de su pueblucho en Tenesse del que provenía.
Maxim era un hacha con este tipo de chicas, podría haber sido profesor de psicología o domador de fieras en vez de actor porno, que se yo. Pero era asombrosamente capaz de motivar a las nuevas e inexpertas actrices para que se relajaran y dieran el máximo rendimiento de si mismas en todas y cada una de las escenas que grabábamos. Sacaba el potencial que cada cual parecía esconder tras la estela de nervios y una educación costosa en dogmáticos colegios de pago que de nada ayudarian a sus futuras alumnas consumidoras de crack.
Como iba diciendo, aquella chica era la analogía perfecta de un molúsco terco y frígido decidido a permanecer cerrado incluso en las jornadas de puertas abiertas de la bien remunerada mansión Playboy.
Aún recuerdo como el monstruo de Maxim la hizo ganar autoestima desde el primer momento. Nos obligó a grabar desde el minuto uno en el que la jovencita atravesó la puerta del austero camarín.
La sentó junto a él en el sofá sin dejar de acariciarla ni un momento, con sosegada voz fue desarrollando las tópicas preguntas que hacíamos a cada aspirante. Solo después la obligó a gritar repetidaente en voz alta que ella estaba allí para comerse el mundo. A modo de discurso motivador, la muchacha se creció y tomó un valor inusitado. Estaba convencida de lo que vacilantemente había llegado a hacer allí.
Y antes de empezar con lo que mejor sabián hacer los hombres y las mujeres desde siglos inmemoriables, Maxim la obligó con su deje moscovita a mirar a cámara y a repetir aquella frase tan motivadora.

-Ahora mira fijamente a la cámara cariño y repite lo que deseas hacer-
-HE VENIDO AQUI A COMERME EL MUNDO!-
-Pues ya puedes empezar por mi polla, guarra-

Aquel video vendió casi dos millones de copias, sólo doscientas mil en Japón, y nos puso en la lista de las escenas más demandadas por los onanistas de todo el mundo. Me compré un Jaguar, una lavadora nueva a mi madre y me pegué dos semanas de vacaciones en Tijuana sin sacar la nariz de un gramo de cocaína ni un solo segundo. 

lunes, 21 de mayo de 2012

Desesperación inesperada.

De que se alimentan los recuerdos, mas que de distancia física o efímera. El tacto decrépito de otro cuerpo nos brinda una seguridad implacable de la que nada concluyente obtenemos. Seguridades de la experiencia, certezas sensitivas; la carnada saciante de toda nuestra aborrecible consciencia. Las palabras flotan sobre las aguas, atraviesan océanos y descorchan la champaña de las ya perdidas ocasiones erráticas. Más allá de las nubes se elevan, habitan en nuestra mente, tan importantes se nos prometen, que somos incapaces de ejercer pensamiento sin ellas. Cierro los ojos y acomodo mi almohada con fuerza, con miedo a los improperios oníricos que mis sueños puedan acarrearme. Nada tan hiriente, como la mente de uno en guerra consigo mismo. Así se presentan las sinuosas curvas de otra escalera de caracol por la que me deslizo fugaz pero torpemente ansiando el fin de la misma. Escalón tras escalón, deseando que el dolor acabe por consumirse al igual que el apego por todos mis juegos suicidas. Otra promesa de helio. Otro globo rojo empeñado en su huida de las manos del niño. El cielo es su techo, la vista brindada desde la altura... El último regalo en vida. Quisiera columpiar mi boca de tus labios, sentir como nuestras lenguas se entrelazan en una húmeda ceremonia y vuelven de nuevo a hacer el amor. No tuve ni siquiera las suficientes energías para verter por el desagüe las copas de vino que te negaste terminar. Dos sombras bajo el sol. El mismo olor.

Escapando de la eterna generosidad.


Cada día resultaba más difícil. Hube de saberlo a tiempo. No mentían en absoluto cuando nos alarmaban de los peligros agazapados tras las decepciones y los desengaños. Pero no dejan por ello de seguir siendo necesarios. ¿De que habría de alimentarse diariamente el dolor que reside en mi pecho si no?Es una pregunta que he formulado hasta la saciedad. Todo dejaba de ser sencillo por momentos o lo era en demasía por el contrario... Resulta complicado hallar un equilibrio espiritual, un término medio bien calibrado, en el seno de la experiencia capitalista. Los excesos, los polos opuestos; los viajes resultaban vertiginosos. Pero la culpa no era de las virtudes efímeras del dinero, si no solo mía. Y eso era lo más complicado de digerir a la postre. Las semanas volvían a consumirse con la misma celeridad que el más barato de los speedballs bajo el dominio de la llama adecuada. Y sus efectos secundarios no aparentaban recrearse muy lejos de los del uso prolongado de un adicto ruso al "krokodil" : una putrefacción infecta en lo más profundo de los engranajes del alma. Habían sido demasiadas todas aquellas tardes lluviosas colmadas de un irrespirable bochorno. La morbidez de la carne compilada efectuando un indigno monumento al propio acto de la sudoración bajo el influjo de la lluvia. Eran tardes abominables. Tardes en las que perseguir las faldas inadecuadas que nunca se acabarían por levantar no daba resultado y acababas  por resbalar cada vez para acabar besando la fácil sobriedad del asfalto mojado. Pero en cambio, la sensación destructiva de haber atravesado dichas innumerables tardes sentado en el quiosco de la esquina, mutilaba y persistía en mis pensamientos. Observando con detenimiento la lluvia caer, sin el absceso romántico nada despreciable de tener con quien poder escuchar el sonido de la misma a través de los cristales. Llegó un momento en el que conocía a los suficientes borrachos en la ciudad a quienes atosigar con mi excelso patetismo en busca de un trago gratuito, como para seguir escribiendo día y noche sobre la divinidad inmanente, el halo sacramental que cada ser humano puede llegar a portar consigo y tales temas de camarín y humareda. Era hora de dejar de lado toda convicción en el "eterno retorno", en "dialécticas sobre la Ilustración", en psicologísmos baratos de amplio campo de acción. O quizá no. Mis prioridades existenciales parecían haber cambiado. Habían girado de manera radical y sin un discurso que las pudiera legitimar, hacia necesidades de índole completamente vacuas. Patrones de conducta materialistas, hedonistas o inestéticas. Me había llegado el momento de hallarme parado para recuperar aliento en uno de esos incómodos apeaderos que el camino poco decoroso del vicio sin teleología alguna te pueden llegar a brindar. Y mi reloj de muñeca seguía parado desde Enero. Lo cierto es que podría seguir engordando hasta explotar, continuar engullendo partidos de fútbol de la famélica liga india, apostando a galgos que nunca quedaban terceros, contrayendo enfermedades venéreas o intentando ahorcarme en la ducha cada noche. La religión y su supuesta espiritualidad reflejaban un horizonte de esperanza en el que poder caer seducido, pero este parecía descansar lejos del deseo puro por la búsqueda inexcluyente de la "verdad" escrita en letras mayúsculas. Siempre elegía el camino más sencillo, el que esquivaba el ayuno y fornicaba furtivamente tras los matorrales bajo los besos fatales de la Luna. El que acababa por malograr la escasez de mi potencial. El que me hacía sentir perezosamente autoirrealizable, positivamente estancado en una vorágine circular de la que no era capaz de escapar debido a mi detestable vagancia. El que me mecía hasta la barra del bar a beberme todos los silencios que la vida aún me debía. Allí. De nuevo.

-Creo con cierto cinismo hipersensible en la existencia de algo más peligroso que el mero hecho de que las historias que uno escribe, escribió o tal vez escribirá, se basen en sus propias experiencias. Y este algo, sencillamente catastrófico y premonitorio, es que las experiencias de uno acaben por convertirse en las historias que escribe.-
-Eso dice mucho más de lo que esperábamos sobre el tipo de historias que escribes-
-Tu sarcasmo no parece haberse debilitado con la ginebra. Has de entender por otra parte, que nada de todo esto que te relato ha de ser tomado con excesiva seriedad. Suelo decirme que tales ideas son reflejos distorsionados de mi propia existencia, situaciones extremadamente bizarras, anécdotas protosexuales, pensamientos abstractos, ondas alienígenas, profecías mesiánicas a cargo de la botella equivocada.... que en contadas ocasiones son sintetizadas inteligiblemente por mi mente en clave lingüística. Pueden llegar a significar algo si realmente anhelas la necesidad de creer en ese algo. Puede que tu interés se vea estimulado cuando las comparto con la única meta de ganarme otro trago a tu cuenta.-
-Eso no va a pasar. Hace tiempo que dejé de ponerme nervioso cuando el controlador asomaba la cabeza por el vagón contiguo y nadie merece más que yo lo que arduamente me ha costado ganar en este pequeño paseo por el infierno.-
-Me encanta el público difícil. Saluda a Stalin de mi parte antes de apagar la luz de tu mesilla de noche.-