Qué es
si no un pecio,
olvidado y diluido
por la amnesia vanidosa
de los que aún vivos
desafían con impavidez,
lo pasado,
lo enterrado
lo ubícuo y
lo una vez,
contingente.
Un pecio
desgarrado
que balbucea obediente a la corrientes,
tan magro como cadavérico
calmo y diabólico
a duras penas tilitante,
a ráfagas perceptible y
en lo muy profundo horadado,
densa circunspección
de toscos efluvios marinos altisonantes
que bajo el agua pesada
se tornan sordos
opacos
y ahogados.
Presas del olvido
como dientes de un pacú,
la familia Lykov
o la insospechada Trsitán de Acuña.
Todo esto
será,
tu recuerdo:
un pecio.
El ulular efímero
de un cárabo solitario en la noche.
Una tumba tal.
Un ataúd forjado en plomo negro
como la que sus acólitos más fervientes
ofrecieron al demonio Drake
en los cálidos mares del Caribe
antes de saquear
con ira desatada y lascivo fuego
la podredumbre húmeda
la disentería seductora
de Portobelo.
Los vivos no somos
más que piratas sin amo
que bien pronto olvidamos,
para con los muertos.