Como tantos otros
una vez
habiendo sido engullido
por el desierto,
hube de pagar
un puñado de desgastados dirhams
a aquel zuavo desalmado y usurero,
para que me vendiera su orina.
Es el dinero una cosa extraña,
a la que nunca conviene tener
ni demasiado lejos,
ni demasiado cerca.
Tan solo horas más tarde,
tras la que fuera la última
asfixiante caminata,
aquel hombre
murió deshidratado
a escasos
kilómetros de Ghadamis.
No me atreví
a empuñar de regreso
el que había sido mi dinero.
Me convencí de lo innecesario
de ejercer castigo
sobre aquellos peces que
mueren al llegar a la orilla.
En el poblado,
fue difícil contener la euforia;
abalanzarse sobre el pozo,
bramar de nuevo
por el egoísmo.
Vimos algunos niños
en cuyos ojos inferí futura ira.
Unas veces nos amamos
los unos a los otros, pensé.
Otras,
nos matamos
los otros a los unos.
Todo ello
para rememorar
con la sed ya calma
y una sonrisa retorcida
desgarrándome la quijada,
mi propio errar azaroso:
que no fue el eidolon californiano
de Fedor Dostoyevski
con el que me permití
compartir consejos químicos
en el extrarradio húmedo de Praga.
Que aquella extendida coreomanía
en la bruma de otoño
y el influjo bifurcado
dual de los ritos potlatch,
tanto si vigorizaban
el reparto comunal
de la abundancia
o contribuían
al robustecimiento absurdo
de un prestigio estéril;
nada tenían que ver con
nuestra capacidad para observar
a través de un simple telescopio,
el pasado
minuciosamente
escrito por otros
en el firmamento.
(Fotografía de @arkupebikoitza. Barrio de Atxuri, Agosto del 2020)
No hay comentarios:
Publicar un comentario