jueves, 1 de octubre de 2020

Georges Brassens y su tumba de arena


Como tantos otros

una vez 

habiendo sido engullido 

por el desierto,

hube de pagar 

un puñado de desgastados dirhams 

a aquel zuavo desalmado y usurero,

para que me vendiera su orina.


Es el dinero una cosa extraña,

a la que nunca conviene tener

ni demasiado lejos,

ni demasiado cerca. 


Tan solo horas más tarde,

tras la que fuera la última 

asfixiante caminata,

aquel hombre 

murió deshidratado 

a escasos

kilómetros de Ghadamis.


No me atreví

a empuñar de regreso

el que había sido mi dinero.


Me convencí de lo innecesario 

de ejercer castigo

sobre aquellos peces que

mueren al llegar a la orilla.


En el poblado,

fue difícil contener la euforia;

abalanzarse sobre el pozo,

bramar de nuevo 

por el egoísmo.


Vimos algunos niños

en cuyos ojos inferí futura ira.

Unas veces nos amamos

los unos a los otros, pensé.

Otras, 

nos matamos 

los otros a los unos.


Todo ello 

para rememorar

con la sed ya calma

y una sonrisa retorcida

desgarrándome la quijada,

mi propio errar azaroso:

que no fue el eidolon californiano

de Fedor Dostoyevski

con el que me permití 

compartir consejos químicos 

en el extrarradio húmedo de Praga.

Que aquella extendida coreomanía

en la bruma de otoño 

y el influjo bifurcado 

dual de los ritos potlatch,

tanto si vigorizaban

el reparto comunal 

de la abundancia

o contribuían 

al robustecimiento absurdo

de un prestigio estéril;

nada tenían que ver con 

nuestra capacidad para observar 

a través de un simple telescopio,

el pasado

minuciosamente

escrito por otros 

en el firmamento.


(Fotografía de @arkupebikoitza. Barrio de Atxuri, Agosto del 2020)



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