Dirán que la conocen. Que la han visto. Pero no saben una mierda. Jurarán que saben cómo es la muerte. Pero lo único que hacen es masturbar sus egos internos. Excitarlos, en pos del atractivo afecto que surte la elegía, el recuerdo esteril; la reflexión póstuma. Pero no saben una mierda. Acaso el perverso Rimbaud, de cuyos exóticos viajes meridionales de arduas jornadas de contrabando desconfío. O tal vez el siempre hambriento Corbière, quién vivía en directa relación a ella, cual investigador privado desdichado y paupérrimo en contacto constante con las pistas que esta depositaba en su maltrecha cotidianidad. Cual beato estoico frente a su perseverada fe; cual fanático taciturno que habita dominado por su concepción irrevocable de la patria.
La muerte es rubicunda por momentos, dependiendo de la sombra o la luz que la asista, de barba poblada pero sin llegar al extremo de ser larga. De comedida sonrisa confiada y amarilla por efecto del humo inhalado. Con piel pálida pero sucia, salpicada por alguna que otra afección cutánea o rojez que delata su singularidad. Tiene una mirada común, pero profunda; amable pero conmovedora, ensamblada en una gabardina desgastada de color verde oliva que alcanza a besar sus rodillas. Habita en nosotros, no os quepa duda. Se sienta en los bancos de nuestros parques, meditabunda. Esconde y acaricia bajo su manto, la dulce miel y una afilada cuchilla. Y ambos objetos son el mismo. Lo ajeno le es propio por obligado derecho, y lo propio, por oficiosa generosidad, le es ajeno. Observa. Espera. Es de las pocas que verdaderamente entiende de tiempo. Comprende el tiempo con la suficiente perspectiva, de manera minuciosa como se ha de hacer en todas las disciplinas: tomando distancia, dejando de estar afectada directamente o personalmente por el objeto de estudio. En cambio, aprecia los desafíos. La postura adoptada por todos aquellos que la desprecian en mayor o menor manera, intentando personalizar su esencia y salir airosos confuso del baile. Considera sus intentos y se pregunta por qué tan solo unos pocos la tientan, si todos atesoramos en nuestros bolsillos, más profundos o superficiales, una cita necesaria con ella.
Yo no se mucho sobre la muerte. Escucho las interferencias abstrusas que emanan de la radio en la madrugada. Observo con detenimiento cómo se consume la luz de las velas y llega a extinguirse por momentos. Acaricio los escasos cabellos frágiles, ralos y canos del invierno encarnado, personificado en su lastrado cansancio. La ganada paz postrera, el silencio eterno, la nada envolvente; que sucede a las primeras guerras perdidas, la palabra puntual, a la contingente vida. Beso casi temeroso, por una mezcla de lástima y cariño sanguíneo, su frente suavemente perfumada.
Yo no se mucho sobre la muerte. Pero amanezco con la garganta seca por el sueño y respiro el frío húmedo de la mañana. Desayuno fantasmas, la liturgia de mis propias entrañas aún sin digerir. Me miro en un espejo. Y encuentro las palabras exactas para describirme.
domingo, 22 de noviembre de 2015
miércoles, 4 de noviembre de 2015
-Yo no maté a aquel hombre en Reno.
Para cuando sentí que tal vez yo había vivido bastante, pero sin pensar metódicamente si ese tiempo era suficiente, y también visto morir a otros cuantos; verles partir casi de improvisto sin grandes ceremonias, entonces sí, ya conocía a Miller, Verlaine, Cortázar... pero aún no tenía mi propio París. Es difícil, me percato, el escapar al embrujo totalitario de la posesión.
Tenía sí en cambio, la lengua bien metida en el culo y en los libros de contabilidad del mismísimo acecinado "ogro" corso. Comía con desenfreno y gula estéril por miedo a la detonación de la posible guerra del día siguiente, mezclándome entre otros vagabundos de alma bien vestidos, pedigüeños de diccionario en mano; todos perdidos en la ciudad de la ceniza donde "quince horas" y "cáncer" de trabajo se pronunciaban casi de la misma manera y con similar frecuencia.
Era aquel, un pasadizo hacinado y concurrido, sin panegíricos póstumos a la vista, pero tan mudo como un sueño baldío sumido en un butacón tallado con detalles jónicos de humo. La rutina parecía devorarlo todo sin excepción allí. Como un maltrecho teatro equinoccial a motor diesel, descascarillado por el óxido y el exceso del vicio. Famélico de olvido, incubado en el odio a si mismo y desmembrado a partes iguales por la humedad, el frío, un espeso vapor amarillo y los raíles; en cuya plaza erigieron un busto verdoso, ralo y calvo; al médico libertador de la indemne penicilina, allá por el mórbido 1962.
Y me dolían las muelas. Por experiencia sabía que eso solo podía significar tres cosas: que el amor volvería a arrastrarme por una autopista polvorienta hasta haberse divertido lo suficiente para deshacerse de mi después con el motor en marcha, que mis muelas del juicio volvían a inquietarse una vez más, o que la caries comenzaba a carcomer mi amarillento esmalte dental. En cualquiera de los casos, era la hora de dejar de beber hasta tenerlo del todo claro y darle al mundo el tiempo suficiente para mover ficha. Tiempo para organizarse y pesentir sus abruptas intenciones con mayor claridad. Para "pelear a la contra", una vez más, era necesario esperar. Enrocarse en la miseria de la reacción. Y después capear el temporal tan solo para poder jactarse de haberlo conseguido, de haber tragado el agua salada suficiente, pero sin llegar a ahogarse del todo. Absurda satisfacción que se atenuaría con la presencia acuciante de otro nuevo, o antiguo dolor.
Tenía sí en cambio, la lengua bien metida en el culo y en los libros de contabilidad del mismísimo acecinado "ogro" corso. Comía con desenfreno y gula estéril por miedo a la detonación de la posible guerra del día siguiente, mezclándome entre otros vagabundos de alma bien vestidos, pedigüeños de diccionario en mano; todos perdidos en la ciudad de la ceniza donde "quince horas" y "cáncer" de trabajo se pronunciaban casi de la misma manera y con similar frecuencia.
Era aquel, un pasadizo hacinado y concurrido, sin panegíricos póstumos a la vista, pero tan mudo como un sueño baldío sumido en un butacón tallado con detalles jónicos de humo. La rutina parecía devorarlo todo sin excepción allí. Como un maltrecho teatro equinoccial a motor diesel, descascarillado por el óxido y el exceso del vicio. Famélico de olvido, incubado en el odio a si mismo y desmembrado a partes iguales por la humedad, el frío, un espeso vapor amarillo y los raíles; en cuya plaza erigieron un busto verdoso, ralo y calvo; al médico libertador de la indemne penicilina, allá por el mórbido 1962.
Y me dolían las muelas. Por experiencia sabía que eso solo podía significar tres cosas: que el amor volvería a arrastrarme por una autopista polvorienta hasta haberse divertido lo suficiente para deshacerse de mi después con el motor en marcha, que mis muelas del juicio volvían a inquietarse una vez más, o que la caries comenzaba a carcomer mi amarillento esmalte dental. En cualquiera de los casos, era la hora de dejar de beber hasta tenerlo del todo claro y darle al mundo el tiempo suficiente para mover ficha. Tiempo para organizarse y pesentir sus abruptas intenciones con mayor claridad. Para "pelear a la contra", una vez más, era necesario esperar. Enrocarse en la miseria de la reacción. Y después capear el temporal tan solo para poder jactarse de haberlo conseguido, de haber tragado el agua salada suficiente, pero sin llegar a ahogarse del todo. Absurda satisfacción que se atenuaría con la presencia acuciante de otro nuevo, o antiguo dolor.
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