lunes, 17 de junio de 2013

13-11-12-8

Es cierto lo que oyes,
lo que dicen de mi entre dientes,
lo que ocurre en tus sueños
y yo ignoro por miedo
a hacerte feliz al fin.
Tengo el sol del amanecer
cosido en mi espalda,
un alma triste plagada de
viejos vendajes raídos,
que chocan unos contra otros
y gimen de vez en cuando quejosos
al bajar raudo, por las escaleras
de cualquier moribundo Domingo.

No olvides mandar, me digo,
alguna postal de cuando estuviste,
en aquella isla, hasta entonces inhabitada,
en aquel lugar de mi mente.
Una que pueda hallar con asombro
borracho en el buzón,
al volver de la última romería
de los abrazos ciegos,
de la rutina y las chimeneas extintas,
de las ventanas abiertas de par en par
que ya no me evocan nada.

Dame, dame... pienso.
Anfetaminas o caricias de amor
y descuida,
que de la resaca de ambas
me ocuparé yo. A solas. Por siempre.
Pues nadie canta ya al amor
en las colinas del amanecer,
lo se bien porque estuve allí.
Estuve allí contigo,
conmigo y con el resto de vagabundos
que hurgaban en la tierra
en busca de un tesoro sin nombre.

Te observo mientras duermes tranquila,
ataviada con dulzura de todos mis remordimientos
y pienso

(error de transcripción en las siguientes cuatro estrofas)



"No quedaba nada de humo en el bar, ni confianza dentro de mi camisa. Y la chica rubia americana, con apellido sonadamente alemán y ojos de sueño, no paraba de ganar. De ganarnos a todos. De sacarnos de la pista con galana simpatía y cobrar la recompensa. Sonreía y flirteaba con todos aquellos campesinos y mecánicos toscos de indescifrable dicción sureña pero muy honrados, que soñaban tanto como yo, por odiarla durante 5 minutos sobre la cisterna del baño. Algo rápido y sin importancia. Algo que se nos hacía complicado últimamente. Estaba nervioso, llevaba más de un año nervioso, siendo devorado por el miedo, paralizado por el pavor a empezar a ser alguien nuevo sin apenas quererlo. Sin saber muy bien de quien era la mierda que pisaba a diario al salir de casa con el rabo entre las piernas y los huevos hechos miniatura. Las voces sonaban por encima de la música de aquel bar, el jansenismo se diluía, marchaba rampante pero orgulloso por la senda del Infierno. Y nada me importaba ya, ni siquiera eso, ni siquiera la "ley del remo astillado" o dos muslos blancos empapados en derretido helado... Salvo ella, y yo en ella, y las palmas de mis manos cauterizadas a su cuerpo desnudo. Estaba enfermando, ya apenas tosía. Estaba contagiado hasta las peteneras de mis peores estrofas, de esa bacteria diseñada en el laboratorio de mi subjetividad. Lo hacía cada vez que una mujer con mirada pícara, culo pequeño y gran corazón se cruzaba en mi vida. Y el desayuno tan solo podía regarse entonces con rutinario seguimiento con resignación y un cada vez más endeble, triste, deseo de supervivencia."

lunes, 10 de junio de 2013

Confesión en el asiento trasero de un Renault 18 GTL

-Mira.Siempre me sudan las manos.-
-Es porque tu hígado está enfermo. Porque bebes mucho y duermes poco.-
-Oh, vaya...-
-No te lamentes. A mi me gustan las manos sudadas. Son las que mejores masajes dan. Me gusta tocarlas. Y que me toquen.-
-Me entristezco cuando no estás cerca. Creo saber muy bien por qué.

sábado, 1 de junio de 2013

Me gusta follar. Nah....., no tanto.

El humo. Como siempre el humo. El humo comenzó a disiparse lentamente entre el coherente dominio del techo y la luz de la mañana decidió colarse entre cuantiosas rendijas hasta entonces insospechadas. Elsa mantenía la mirada fija en mis ojo. Parecía hipnotizada, pero tan solo debían de tratarse de los efectos de una inagotable jornada sin descanso bajo el embate continuado de la lluvia. Era gracioso, de veras que lo era. En las tabernas más precarias y oscuras de la ciudad circulaba un dicho carente de romanticismo, toda una definición de realismo aderezada con la mirada pesimista propia de los más aventajados perdedores y alcohólicos trasnochados: "aquella ciudad tan solo constaba de cuatro estaciones; otoño, invierno, la del metro y la de autobuses". Eso era todo, y no era tampoco mucho. Claro, crudo y conciso a la par que sincero. Pocos hubieran preferido una bofetada en la cara a tamaña confesión sobre los infortunios del clima.  Elsa no parecía albergar más ganar de reír o de querer buscarle algún tipo de significado a refranes de los bajos fondos. Permanecía desnuda sobre la cama con las piernas entrelazadas a mi tronco, casi temerosa de que en un acto reflejo, me levantara de un salto y escapara a través de la ventana sin decir adiós. Una de nuestras mayores fobias es sin duda la del abandono. Difícil de masticar. Más aún de digerir pero extremadamente complicada de terminar de excretar. He de reconocer que si me caracterizaba por algo en concreto, aquel debía de tratarse con total acierto de mi estilo. Pero por nada del mundo iba a dejar de acariciar sus livianos brazos, sentir la sensualidad de sus piernas y observar como sus párpados se entornaban sumidos en una plácida tranquilidad derretida. Era como si al abrazarnos acabáramos de inyectarnos caballo y sufriéramos sus relajantes efectos exiliados en una estéril burbuja a salvo de la degradación del tiempo y la repentina subida de las acciones de la industria farmacéutica en la bolsa de Hong Kong. No pude evitar volver a  abrazarla con firmeza y sentir como sus pezones henchidos se internaban en la tersa y abundante carne de mi pecho. Lo tuve claro y lo volvería a tener. Aquel momento debía de ser llevado al cine. No me importaba ni un carajo quien se prestase a dirigirlo, necesitaba verlo como yo mismo lo sentía a través de los ojos de otro. De otro "otro". De un objetivo. De la mente de un psicópata prematuro que no fuera yo mismo. Elsa despegó su cara de mi cuello casi sobresaltada, como reapareciendo en la realidad al despertar de un largo letargo y sin apenas abrir los ojos me dijo que no tenía saliva; que sus labios eran madera del sur tostada al sol recién lijada, que lo sentía y que yo debería hacer algo al respecto. Introduje mi lengua dentro de su boca, queriendo ejercer un tipo de experimento científico no del todo descabellado. Y en parte lo fue. Mentía demasiado bien y nunca a destiempo. Su boca era un manantial caliente y húmedo rebosante de deliciosa saliva. Aquellas eran las malditas mentiras que me volvían loco, las que consiguen que uno sea feliz por un instante al descubrir el engaño; las completamente opuestas a las ordinarias o las jodidas estadísticas mencionadas por Shaw. La cosa mejoró al despegar nuestras fauces, pues ella sonrió con los ojos por siempre cerrados, como diciendo: -Chico, hoy te has portado bien. Realmente bien. Nadie te hará repetir este curso, persuadiré al resto de los profesores de que realmente merece la pena que pases a cuarto grado.- Cuarto grado estaba bien, los chicos fumaban en cuarto grado y los más atrevidos incluso hacían novillos a las tardes para trapichear con anfetaminas. Una sonrisa permanente, un auténtico signo de victoria, de promoción escolar. De saber que eres un auténtico cabrón y ella lo aprecia con ciego apoyo. Solo entonces pensé en el desayuno, si es que verdaderamente iba a haberlo. Sostuve sus hombros con las palmas de mis manos y comencé a masajearlos lentamente hasta ver que ella parecía disfrutar con el gesto tan poco considerado que había llevado a cabo. Solo entonces se me ocurrió preguntarle a Elsa: -¿No te da la impresión de ser más y más infeliz a cada vez, de estar más expuesta a la desnudez de la existencia cuando más cerca te encuentras del tan perseguido infinito?- Su expresión no se inmutó en absoluto, persistió con los ojos entornados meditando tal vez en torno a la basura retórica que yo acababa de vomitar sobre su preciosa cara de cosrista demasiado lista para el empleo que tenía. Y aquella frase corrosiva comenzaba a empapar las sábanas, extenderse por toda la moqueta de la habitación, febril y borboteante; hasta inundar cada rincón de su impoluto y bien perfumado apartamento.
-No se.- me dijo- Pero no tengo nada para desayunar, si es a lo que te refieres.- Me sentí hambriento por lo pronto, pero no mucho mas que satisfecho con aquella respuesta. Fue cuando la besé de nuevo con el mayor ímpetu que recordaba desde que los Pogues volvían a tocar juntos y Alan Shearer le endosaba aquel gol a Alemania en la Euro.