lunes, 23 de septiembre de 2013

En deuda con mi sombra: Pax avant.

En Aschenach, muchos habían perdido la vida mucho antes de que yo decidiera sentarme en aquel banco de la estación de autobuses a fumar algún que otro cigarrillo mal liado sintiendo de cerca y con altanera tristura, la cercanía de la soledad. Eran pocos los que por allí arrastraban sus zapatos arraigados por una cólera muda, sintiéndolo en demasía, eran escasas las personas que allí esperaban al igual que yo. La brisa parecía preceder a otra tormenta típica del verano que envilecía por momentos en ánimo de los borrachos que habitaban en la cantina. Había recibido una carta de Tobias tres días atrás en la que me informaba del desarrollo de los acontecimientos más allá de mi elegida reclusión, acontecimientos que aún pervivían cerca de todo a lo que una vez creí pertenecer. Al parecer la enfermedad de Christoph se había agravado y los médicos dictaminaron que la única salida concebida debía de ser la amputación de sus dos piernas. "Amputación" referí en mi mente repetidas veces. "Amputación", mientras descendía por las lóbregas escaleras de madera carcomida de la avejentada posada en la que me hospedaba. Para mi, aquello tan solo podía tratarse de otra mutilación. De un recurso apresurado por alargar la vida de un muerto, de otro muerto. Christoph habría coincidido conmigo en esto, aunque viniendo de mi, hubiera sido en vano hacerlo convencer de que la vida está sujeta a la superación de la enfermedad, de la angustia y la soledad. Aborrecía los discursos vitalistas. El hubiera preferido estar muerto antes de tener que follar sentado en una silla de ruedas con aquellas prostitutas sifilíticas a las que tanto adoraba y loaba. Había llegado para él el momento de sangrar, de que la sangría se hiciera efectiva en su propia vida. Supuse que en eso podía llegar a asemejarse la vida al acto de cepillarse los dientes: tan solo obtienes la certeza de estar haciéndolo correctamente cuando escupes en el lavabo y la sangre parece saludarte risueña generando un significativo contraste sobre el nácar blanco. Esta vez, no sería yo el que se ocupase de lavar las manchas resecas allí olvidadas por otros. Tan solo pude compadecerme de su buena suerte. Tobias no había sido excesivamente fecundo esta vez. Su carta apestaba a col, como habiendo sida escrita tal vez sobre el mármol desgastado y mate de una cocina, y las líneas que me dedicaba podían escudriñarse tan solo con una liviana mirada de reojo. Aquello me disgustó por momentos, y el mero hecho de sentir desaprobación por su descuido epistolar, me sumió en un estado de réprobo rechazo hacia mi mismo. Yo era el primero que debía de sentirme liberado de todo lo originado del lugar del que pretendía escapar. Aquello me hizo ver con certeza que el momento de ruptura, el lapso decisorio de mi propia liberación, aún estaba por llegar. La persecución de llegar a rozar la perfección implícita del círculo, ser tan autónomo como un barco que se desliza con terca seguridad sobre las aguas del mar. Tan solo ahí se encontraba el misterio del término japonés "maru", al que todo hombre aspira a asemejarse alguna vez y puede servirle de enseñanza, de guía. A pesar de concienzudamente "haber perdido tantas veces su voz en la maleza", tantas como yo mismo. Después de que el último autobús emprendiera su marcha, recogí las migajas de mis pensamientos y las depuse en mis bolsillos con intención de descender por la alameda hasta discernir que el polvo de la cantera se hallaba bajo mis zapatos al fin. Tobias me mencionaba al acabar su misiva ciertos desencuentros acaecidos durante la segunda semana del último mes en su propia casa. Cuestiones del todo megalómanas sin importancia que me hicieron sentirme a resguardo del abrazo de la insustancialidad a cada paso que ejercía cuesta abajo. El aire frío de la tarde comenzaba a circular a través de mi garganta con imperiosas intenciones perniciosas, las ventanas comenzaron a cerrarse a mi paso por la Ludwigstrasse dando lugar a un espectáculo casi pactado con anterioridad. Que grata y casi pura sensación era, la de estar a solas y la mente se mostrase cálida, entre aturdida y monótona, y el cuerpo completamente frío pero muy vivo. Algo parecido a cuando se está solo en compañía del mundo y la cabeza se encuentra fría, muy ágil o vivaz, pero el cuerpo desfila caliente y muy excitado. Lástima que esta situación se dé en tan pocas ocasiones en nuestras vidas. Entonces recordé, con el objeto de dar cuerda a otro olvido itinerante, la consigna lógica que la única mujer que había amado me hizo: "te esperaré a ambos lados de la puerta". Y aún sin haberla vuelto a ver, ni siquiera en mis sueños, me descuartizaba el significado exacto por descubrir de aquel acertijo aforístico. Nadie podía permanecer a ambos lados de ningún río al mismo tiempo. Ni siquiera mi malogrado Christoph, al cual dediqué las siguientes líneas en mi libreta en cuanto la cantera y su olor a grava refinada se adueñaron de mi nariz:
"Pessoa incidía en el "crear". La liga Hanseática en el "navegar", y Pompeyo en su propia y ambiciosa obsesión. Yo declaro que "el desear (y solo desear) es necesario, pero vivir no lo es". Hube de esperar casi un lustro para leérselas en persona y tener ocasión de volver a emborracharnos juntos de nuevo.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Zure usaina, eskuetan daramat.

"Pensar muy poco las cosas, darles nulas, casi inexistentes vueltas o nunca reflexionar en exceso sobre las mismas; suponía curiosamente para nuestro antihéroe, su propia perdición intelectual y su salvación terrenal al mismo tiempo. Tras su sonrisa, risueña, agradable, su empatía generalizada y el lenguaje físico correcto; tan solo hallé a otro drogadicto más... a otro moderno asceta más. Cuya máscara había sido forjada con el paso del tiempo, el hierro candente de la experiencia, un tormento enjuto pero vivaz refulgurando, arrastrado cada diez minutos en sus adentros. Su actuación, un vodevil sudoroso y lleno de necesarios embustes hacia el respetable, se debía al lloviznar intermitente de la noche y todas las horas en ella contenidas. Un halo, inexplicable, no se le podía arrebatar. Perviviría con su maldición hasta el último aliento. Era un hombre tan paupérrimo, que por poseer, ni siquiera poseía sentimientos propios. Después, ya algo cansado, sincerado, cabalmente fustigado... cesé de mirarme en aquel espejo."

lunes, 2 de septiembre de 2013

Dondequiera que estés...


Retorné a mi diario, a aquel pasaje que rezaba:

"Cuando te adentras en el agua del mar, las olas agitan tu cuerpo, lo arrastran en contra de las filosas rocas, acapara por completo así el celoso Poseidón tu atención; y toda la belleza que puedas llegar a percibir del entorno, se concentra tanto sobre las aguas (en los cielos rasos ensortijados por el sol y su áureo reflejo) como bajo el nivel de las mismas (en los enriquecedores abismos inhóspitos del dañino coral). El secreto y la dificultad del que contempla, reside en mirar hacia la dirección precisa en cada momento. Esta reflexión puede aplicarse a todas las facetas de la vida."


Y todo aquello me hizo recordar. A un un fraternal y solitario lobo venido desde la frontera, que me enseñó la importancia del tono ámbar en cada brochazo de verde sobre el lienzo de la ciudad y su noche. Nunca lo olvidaré. Por aquel entonces yo era tan solo un hombre Obcecado por avasallar diariamente la sonrisa del sol del Oeste y la insignificancia de creerme con un ficticio rumbo fijo. Tan pequeño me sentía, tan perdido según Séneca el Viejo... Nunca volvería a ser el mismo. Y muy pocos lo lamentaron después.