martes, 22 de enero de 2013

Tener miedo ayuda.

Nos debíamos de haber despistado, tanto yo como el resto del equipo, y al parecer la circular quedó olvidada entre los papeles amontonados de Joshua. Una llamada me rescató de la cama sobre las 3 y media de la mañana. Era el mismo Joshua, aparentemente nervioso y quizá algo enojado, aunque no supe descifrar su estado de ánimo de forma ipso facta. Antes o después uno de mis histriónicos ronquidos iba a acabar por despertarme con total seguridad, y mejor culpar a alguien ajeno de tal interrupción. Me tildó de desordenado, andrajoso e inútil jefe de producción. Creo que también mencionó algo sobre las penosas referencias de mis anteriores superiores las cuales omitió a la hora de contratarme debido a la vieja amistad que nos unía. ¿Amistad? Aparecí borracho un par de veces al amanecer babeando sobre el césped, frente a su porche. Esa era toda nuestra fecunda y antigua amistad. Nada más. Por aquel entonces me resultaba difícil discernir entre la casa de mi ex pareja y la suya. Eran chalets adosados, y yo... Bueno... Bebía para intentar desparecer e interrogaba con la mirada al cielo para conseguir esconderme de todo lo que me rodeaba. Aquello se trataba de una compilación de reproches un tanto hirientes acompañada de la joya de la corona:  yo era el mayor charlatán vacuo y sin ningún tipo de apego por la coherencia con mi propio discurso que nunca había conocido. No, no me hubiera importado ser político y figurar entre las caras hipócritas de esas fotos del congreso, pensé irónicamente.  Le paré pronto los pies. No necesitaba que nadie me dijera las verdades en torno a mi psique desde una retrospectiva del psicoanálisis y menos aún a aquellas horas de la madrugada. Jodido tarado. Le colgué con descaro no sin antes recordarle que la primera premisa que me motivo a colaborar activamente en su destartalada productora, siempre fue la esporánea e hipotética probabilidad de follar gratis y que me pagaran por hacerlo mientras terceros me grababan. Sin remordimientos dirigidos al tipo de patética difusión que después dicho material obtendría, por supuesto. Me abalancé de nuevo sobre mi colchón resoplando algo más aliviado. No quería ver la cara de aquel chihuahua gruñón al menos hasta la próxima visita del cometa Halley a la Tierra. Le llevaría una jodida postal conmemorativa, sí, ¿por qué no? . El teléfono volvió a sonar. Era aquel cabrón aquejado de una incipiente y penosa calvicie de nuevo. Había rebajado el tono de sus palabras, y aunque aún enfadado, me citaba con urgencia en el estudio en mucho menos de una hora. Era mi puta noche de suerte. Debía de ser la misma puta noche en que Paul McArtney bebió dos copas más de champán y acabó jodiéndose a la coja equivocada. Algunos de aquellos supervivientes de los Beatles siempre tuvieron dos cosas en abundancia: billetes y mala suerte. El problema radica en adivinar previamente cual de las dos acabará antes con la otra. Es triste. Pero real y muy cierto.
Encendí un flexo de la mesilla y no pude encontrar la ropa que había portado aquella tarde por ningún rincón de la habitación. El espejo del baño acudió en mi ayuda: me había acostado vestido. Siempre dije que había nacido preparado para lo inesperado, de manera innata. Lástima de aquel patinazo en la armada. De no haber  protagonizado tamaños desencuentros con mis superiores y ser expulsado, hubiera llegado lejos. Hubiera conseguido que algún afgano altruista me alojara una bala perdida en la cabeza no más allá  de Oriente medio. Una auténtica pena.
No había tiempo aparente para desayunos, así que acabé por sustituirlo por una pareja de aspirinas y una tónica caducada que encontré en la fresquera. Las escaleras parecen diferentes cuando eres capaz de descender por ellas sin la "arrojada" ayuda de terceros. Debe de tratarse de mera cuestión de perspectiva, otro punto en la interminable cuenta del viejo Giotto, supongo. La calle permanecía imbuida por un aspecto nocturno espectral, el fuerte viento de febrero campaba a sus anchas por un Chicago gélido al que no parecía agradar el hecho de resquebrajar ni un ápice el réprobo saco de los pretextos y los tópicos más ligeros. Ni hablar de los cigarrillos, sobre todo los húmedos y más difíciles de prender. Despejadas las calles, se me tornó inevitable percibir el terror de la soledad bajo el techo de la gran megalópolis, una soledad que paradójicamente no se veía contrarrestada con la infestación de las masas. A mi acusado paso se me personó en el recuerdo Maupassant, a quien he tomado por un aventajado maestro del terror, supo resumir mis temores pasajeros con precoz finura y trágica devoción: "Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad." Su propio terror al menos debió de permanecer a salvo del aglutinamiento demográfico de nuestro siglo, en cambio el mio propio se incrementaba a cada esquina que dejaba atrás camino del estudio. ¿Que era el terror, el pavor encarado desde un albergue inestable e inútil de la razón? Lo desconocido, lo intangible para nuestros sentidos, lo incosificable, el silencio absoluto, la oscuridad eterna,el olvido perenne, la ineludible muerte del sujeto... Poco después de comenzar a trabajar juntos, Joshua tuvo durante un tiempo la inefable ocurrencia de producir películas de terror encuadradas a base de malabares en el bajo presupuesto: aquellas que coloquialmente son calificadas como "Serie B". Su idea me seducía en principio, ya que el motivo de la empresa siempre puede acarrear un ornamento disociativo cuya intencionalidad transcienda con creces la mera obviedad. Pero Joshua no era partidario de esta firma de autor, selectiva y personal que más tarde sería tan reconocida; y mantenía las pretensiones por producir en serie ingentes cantidades de producciones tan burdas como baratas carentes de trasfondo. Ni siquiera conocía la obra de Wiene o Murnau, no creía en la teoría del psicoanálisis y cualquier referencia cultural de la que se jactase quedaba enraizada en el estado de Virginia o la facultad de Económicas de Charlostesville. Si tuviera que dibujarlo sería un Chevrolet Impala blanco cubierta de espesa mantequilla de cacahuete. Todo aquello no era más que una dinámica poco estética y desenfrenada, casi aleatoria... En aquel momento comencé a sancionar intelectualmente a Joshua, y creo no haber parado ni un solo instante desde entonces. De todos modos, siempre me costó entender el apego moderno o la fiebre que el público muestra por los filmes de terror. En un sentido materialista y apriorístico, son detestables de ver, representan el salvajismo y la muerte en la más cruda y evidente expresión del género; y esto puede atraer al sujeto. El secreto debe radicar en la distancia, al igual que en el romanticismo, en el apartamiento consciente que el espectador toma con aquello que ve y le permite localizarse afuera del drama escenificado. Tan solo un pleno ejercicio de experimentar la alteridad y el posterior alivio existencial. El vagar acercándose al horror con la estimación ventajista de saber que el regreso a un comodidad privilegiada propia y a salvo de tal horrorosa ficción es posible. Yo guardaba una extraña inclinación algo similar que me ayudaba a cimentar la creencia que suscribo. Me agradaba acercarme a los mendigos y olisquear su hediondez mientras intercambiaba algo de amable charla con ellos, incluso compartiendo un cigarrillo entre medias tal vez. Sabía que en cuanto el hedor se tornara insoportable, podría retornar a mi mismo debido a la mencionada distancia. Un acto de reforzar la identidad propia, de saber donde está uno gracias al contacto con los otros. Como hojear las páginas del periódico en busca de las esquelas y al no encontrase allí tener casi empírica certeza periodística de que no se está muerto, de que el vivo mira a la cara a los muertos. Nunca me planteé cual de las tres inclinaciones resultaba más absurda, irracional o embustera con uno mismo. Quizá por eso nunca produjimos cine de terror. Quizá por eso grabábamos cine porno.

lunes, 14 de enero de 2013

El hartazgo viene predicho. Toda semilla crece si se la riega con dedicación.

Retirarme? Debían de haberse excedido en su dosis diaria de idiotez. Sí. Estaban acuciados por una sobredosis de gilipollez, y no dejaría que nadie en todo el bar llegara a compadecerse de ellos. Imbéciles.
Los efectos de ese tipo de resaca debían de ser devastadores, lo oí en la radio, no miento, era un programa novedoso del que no pude retener en mi memoria el nombre. Pero de todas maneras era una suerte creerme al margen, casi salvado, de tal epidemia. La "Imbecilidad". Solo repetir el nombre resulta más difícil a cada vez que lo intento, se retuerce por dominar con sus ambages a uno. La "Imbecilidad". Algo no muy diferente a contraer la viruela, derretir a base de esfuerzo la enfermedad jornada a jornada sobre la cama de un viejo hospital de campaña y algún tiempo más tarde, una vez creyéndote de nuevo en perfecta circulación, tener que salir a la calle con toda la cara completamente picada. Crateada por la vergüenza o la mala suerte. Una seña de identidad perpetúa, un indicio del que resultaría harto dificultoso eximirse. Y todo por haberte expuesto con ignorancia a algo de lo que deberías haberte abstenido, puesto que tu fortaleza, la fortaleza que te hace seguir momentáneamente al margen de tu propio destino, no fue la suficiente. Y nunca lo será, seamos sinceros. Aquellas eran las secuelas insobornables, nada agradables de contemplar, de un virus casi mortal. Las de la idiotez en cambio, emanaban por la boca de aquellos desalmados borrachos y podían llegar a ser tan molestas como cualquier otra. El problema salta por los aires con la jovialidad de una granada indecisa por explotar que cae fortuitamente entre tus manos, PUM! cuando decide refugiarse en la palabra de los imbéciles. PUM! Te jodieron. ¿Te gustó la escena? ¿Sí? Prueba a tener la granada en el interior delos calzones la próxima vez. 
Pero eso no me pasará a mi. No. Retirarme? No tenían ni idea! El retiro es un acto que tan solo contemplo arraigado a la voluntad propia del individuo. Uno se decanta por el retiro, por el retiro honroso, por la senda de admitir el momento y ser consecuente con el mismo. Como un jodido samurai que ha entendido el Hagakure. Cuando el retiro te sobreviene, te persuade con artes condenables, es motivo de deshonra. El tamaño de tu polla mengua, el olor de tu sudor acaba por ahuyentar a la suerte, asombrosamente todo los licores sacian tu sed y te es imposible volver a mear de pies con la misma fuerza. Te sientes vampirizado cuando pasa, eres desterrado, despojado, chantajeado; y lo peor de todo es el saber que serás incapaz de partirle la cara a nadie, culpable o no, para intentar arreglarlo en vano.
Ni siquiera conseguirías desahogarte. Esa es tu sanción. Sobrevivir a tu propia debacle y engullirla con un estoicismo del que nunca antes habías echado mano.  El caso es que yo estuve menos de un año retirado de aquello que de veras sabía ejercer con refinada estética y concienciada dedicación. Es muy difícil abrirte en canal el pecho cada veinte minutos y esperar que tus entrañas, esas vísceras que no te soportan y cuyo cometido en el cómputo de tu organismo nunca llegaste a conocer, lleguen a creerse todas tus sucias mentiras. Otros hablan de voces, de la mente, de Dios, de su otro "Yo", del muñeco de Michelin que se tira a su mujer mientras ellos trabajan... Tan solo se refieren a sus entrañas en un sentido metafórico, simbólico e inconsciente; por racionalizar este acto humano y cotidiano de neurosis. A esos órganos viscosos y perpetuamente envueltos en oscura sangre que quedan olvidados en el interior del armario. No se pueden poner a la venta en un mercadillo de gangas ni te los aceptarán en un casa de empeños. Tampoco pueden amortizarse de ninguna manera ni intercambiarse por unos cuantos gramos de pasajero bienestar. Son tan feos y deleznables de presenciar como una hirsuta ex-novia búlgara. Todos nos avergonzamos de nuestras ex-novias búlgaras como nos desembarazamos de nuestras propias vísceras, luchamos por esconderlas bajo la alfombra, borrarlas con saliva de nuestro expediente como bien hizo Jimm Eldrich con su pretérita ocupación policial. Tratamos de convertir en indiferente su existencia cuando paradójicamente nos son vitales para haber llegado a ser lo que somos. Odiamos nuestro interior porque sabemos que nunca tolerará nuestras inverosímiles mentiras, esas que creamos de la nada para intentar salvarnos de nosotros mismos.
Puedes sonarte los mocos, deshacerte de ellos, dejar que se sequen en un pañuelo de papel hasta que caminen a la par de la insignificancia. Habrás desembarazado de tu ser la esencia de la enfermedad. Pero... no te envilezcas hasta lo inimaginable poco después y te veas capaz de extrañar con caprichosa nostalgia, tanto mucosidades como enfermedad. La consecuencia, la coherencia con uno mismo, la correspondencia lógica de los hechos está considerada una de los más importantes constituyentes de lo que tomamos por racionalidad. Esto tan solo supone una metáfora o ejemplo masticado muy poco inocente.