lunes, 19 de noviembre de 2012

Éxodo al descender de las montañas.


-¿De donde vienes?-
-De allá donde la vida aún es frágil y la ignorancia eterna-
-¿Por que te alejas de tu pueblo de origen, abandonando todo aquello que dotaba de sentido a tu ser, a sabiendas de que tu ostracismo te impedirá regresar a tu hogar algún día?
-La respuesta a tu primera pregunta, aúna la contestación a ambas...-
-Espera, no te vuelvas aún... ¿Has olvidado darme tu nombre!-
-Allá a donde me dirijo no lo necesitaré, ¿por que entonces el deber presentarme ante ti con uno de los muchos y a la vez ninguno, de los nombres a los que he sobrevivido?-
-Para dejar aquí al menos constancia de tu paso.-
-En ese caso, escribe en tu ridícula tablilla que por aquí pasó el único hombre sin nombre. Puesto que todos los demás os mostráis orgullosos de vanagloriaros de tener uno propio; empresa fácil sera identificar al único que carece de él.-

Y marchóse por una vereda renqueante y acentuando su cojera, debido a que era el único defecto del que se sabía culpable. Ningún otro podría echarle en cara tara alguna mas que aquella, tan podridos y subyugados les halló en espíritu a todos... Y con este hecho enjuto tuvo que satisfacer su compadecerse del prójimo.

Oroimenak

Roman se había hecho cargo del texto "Sobre la Inducción" del afamado y reconocido en múltiples lides Bertrand Russell.
-Quédatelo hasta que llegue Marion, él te lo reclamará sin duda alguna. No creo que tarde, a pesar de que sus estancias en la taberna acostumbran a ser mas largas de lo que un pensador puede permitirse... Acabará siendo un simple y mediocre poeta del tres al cuarto o un novelista con problemas de alcoholismo terminado en -"owsky". Quince minutos, no esperes más- finiquitó chasqueando asquerosamente los dedos emulando a alguno de sus ídolos norteamericanos de novela vaqueriza.
Las palabras seleccionadas con premeditación por Joel, acabaron por convencer al cándido Roman. Tristemente para mí, Roman no representaba nada más allá de la imagen de un aficionado a la lógica nominalista, al que le apasionaba pasar tardes y tardes sumergido en la búsqueda de nobeles y vírgenes tautologias rebuscadas donde las hubiera. No lo culpaba por ello, pero sí por pretender grajearse la amistad de sus compañeros de aula haciendo de chico de los recados en numerosas ocasiones. A nadie le gusta sentirse solo en una gran pecera pensé, mientras me compadecía de su alma de perro faldero.
Marion no tardó en llegar más de 35 minutos, entrando cual tromba tempestuosa por los pasillos del claustro.
Al verlo acercarse a paso ligero, Roman hizo uso de su refinado humor búlgaro y exclamó agitando el texto de Russell:
-Extra, extra...!-
Marion se sentó a mi vera intentando escuadriñar en que lectura me hallaba supuestamente absorto.
-¿Qué lees, si puede saberse?- me interrogó.
-Sí, puede saberse. Se trata del "Protágoras". ¿Acaso has tenido el gusto de pararte a examinarlo alguna vez?' le contesté desafiante pero cortés al tiempo.
-Sí... Por supuesto... Todos odiamos a los sofistas, convendremos...- dijo escapando a marchas forzadas por la tangente.

Los hechos que acontinuación acontecerian, no merecen mención apenas aqui. La enfervorizada y falaz discusión en la que Marion y Roman optaron por entablar se mostraba repleta de tópicos de corte materialista. Sus posturas eran marcadamente socialistas, anticonservadoras y concisamente políticas. Por lo general, yo gustaba y disfrutaba de escuchar discutir a terceros, más aún de los tópicos, pues estos mantienen siempre una clara línea a seguir con sorprendentes añadidos dependiendo del orador. Pero aquella tarde, todo lo que osaba por entrar por mis oídos no eran más clases magistrales de demagogia y sofística. Los predicadores que me rodeaban hacían uso de un discurso enaltecido y populista, para desencadenar en hipótesis completamente contradictorias y cuanto menos materialistas o de espíritu capitalista. Un refrán me sobrevino: a Dios rogando y con el mazo "aleccionando". Una puesta en escena de hipocresía gratuita.
Hice mutis por el foro.
En la calle seguía lloviendo.
Me deleité volviendo a casa con el sublime golpear de Poseidón contra el puerto. Aquello si que no tenia precio.

domingo, 11 de noviembre de 2012

En torno a ello.

Bajé de un avión de pasajeros antes de la media noche y un tren de línea estrecha que castañeteaba sin remilgos, me llevó hasta el centro de la ciudad. Tan solo tenía 20 monedas en mis bolsillos, y las mismas ansias de dejar de existir que al comienzo del viaje. El nórdico frío que allí pululaba con total libertad me mantenía más despierto de lo habitual. En mi hostal las horas se sucedían con decadencia, se agotaba mi reserva, se inmovilizaba mi cuerpo; y los fingidos gemidos de las putas hacia sus clientes en las habitaciones contiguas me empujaban a vagar por las calles de noche. El mar, el mar y sus encantos forjados por la muerte. ¿Donde habían quedado? Tan lejos como imaginase. Gasté la mitad de las monedas en una taberna silenciosa y encontré consejo proferido en una lengua que por fin entendía. A la mañana siguiente dí con la oficina de desempleados. Me fue inaccesible sentirme importante allí. Me dieron un número interminable y me hicieron un ademán universal que descifré. Debía de esperar, y la espera fue tan prolongada que caí rendido hasta en tres ocasiones. No pude con ello. Ello. Tan solo pensaba en escapar, en los impuestos del estado, los tejados llenos de escarcha, el humo saliendo lentamente de entre sus labios, en la pobredumbre del alma y mi entrepierna. Me respiraba aquella humedad, sin poder evitarlo supuse; tan antigua y necesaria como el propio dolor. El olor a estiércol que viajaba en el viento denunciaba con sorna aquella manera con la que se las ingeniaban para mantenerlo todo bien abonado, encarrilado y podrido por completo los dueños en la sombra de nuestras vidas. Esto último y un lisiado que se movía en una silla de ruedas mientras observaba con pasajera nostalgia el rugiente fluir de los automóviles sobre la autopista, me invitaron a buscar la inspiración en mi interior y no al revés. Hegel hubiera escupido encima de mi elaboración, sobre mi perseguida equivocación; pero ya no era mi culpa: indefectiblemente, eran demasiadas malas intenciones conjuradas bajo la endeble luz ámbar. Por preguntar quien. Y responder: Yo. El que es nada, el que es nadie. Acaso un reflejo distorsionado, el eufemismo abigarrado de un espejismo imposible; creado por la sed, por el hambre, creado por una necesidad predicha como innecesaria. Cada día muero un poco antes. Con mi culpa, con el recuerdo imborrable de la misma.

domingo, 4 de noviembre de 2012

"Bolis" de tinta negra y roja. Correciones ortográficas.

Estoy loco. El médico me lo dijo. Las enfermeras lo repitieron con insistencia cuatro veces por los pasillos. Una mujer gorda se asustó en el ascensor al oírlo y también un niño al mirar después con pavor dentro de mis ojos. Ya no hay vida en ellos, me dice Pandora en su diario. Es secreto, pero lo leo a escondidas. Ella lo sabe y yo lo se. Mantenemos el estúpido misterio que tal vez exista. Así, ella me dice todo lo que quiere que yo adivine y nos sentimos bien al destripar nuestras intenciones. Algo parecido pasa en el teatro de Chatelet, me dice, donde ella actuó. Solo en el teatro todas las cosas van acordes con su tempo, y  hay imprevistos y sorpresas desagradables tan solo para el espectador. No como con todas las pastillas que me hacen tomar, que son cartón con sabores indescifrables y no me hacen nada feliz. Son cromos erradicados de baseball en píldoras y píldoras. Me convierten en cartón, pastoso, frágil, sin gracia ni atractivo. Yo quiero ser un lobo de carne y hueso, que mira desde la altura de las montañas los reflejos de la hierba; se deleita con ellos y se convierte en reflejo. Su mirada nace desde dentro, muy adentro donde no puedo llegar sin hacerme daño. Atraviesa los valles y desea para obtener; hace material su pasión con solo querer. No como en las calles, donde las miradas son mutilaciones, o torturas también; tienen siempre miedo de gritar o de callar. A esas las doy la espalda, me cubro la cara con las manos al olerlas escapar desde las alcantarillas como una colmena de abejas insolentes. Desaparecen y me siento tranquilo al poder continuar paseando sin rumbo. Sin embargo aquí, en el Refugio de la Calma, las luces siempre se apagan a cierta hora, pero nunca consigo saber cuando. Eso me asusta y descoloca, rompe mis esquemas de normalidad en las carreras de bólidos (llevamos muchos días sin accidentes, una empresa de seguros con sede en Ohio nos dará un premio seguramente). Eso pienso cuando no duermo. Y no duermo mucho desde que no soy ya ese "yo". No tan yo como recuerdo en las fotos. No tan yo como cuando me hablan de los viajes que vagamente se me hacen familiares. Pienso que son sueños, y que esos sitios de los que me hablan nunca estuvieron bajo mis pies. El apagón me coge desprevenido siempre. Como cuando en un día soleado, la playa no silba incómoda y parece sonreirte muy tranquila. Algunos de esos días las nubes terminan por ocupar los cielos, acaban por desvestirlo con una tormenta, usan una violencia que huele a muerte por un tiempo y empiezas a sentir de nuevo un frío que solo habitaba en tu alma. Entonces el cucurucho con helado deja de saber tan dulce. Y es inevitable entristecerse. Cuesta mucho volver a sentirte bien después sin llorar. Yo me siento mal; no se como alegrarme hasta que las luces se apagan y me retorna el hambre. Tengo la culpa de las nubes, pero no de estar loco. El doctor me lo dijo. Las enfermeras lo repitieron cuatro veces por los pasillos y todo el mundo lo oyó para mi vergüenza. Ellas son siempre un 99% de mujeres y yo soy cada día menos hombre, menos yo. No quiero traerte más negras nubes. Ni que digan que estoy loco. No quiero estar triste. Quiero volver a ser un lobo.